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Sanidad Universal

Acababa de llegar a Londres. Era otoño del año 2000. Hacía frío.

Mi compañera de trabajo me había brindado su casa para cuanto la necesitara. Tres semanas en unos lujosos apartamentos del barrio de South Kensington habían supuesto un dulce aterrizaje costeado por mi nueva compañía, pero no el plazo suficiente para ubicarme en una ciudad tan grande y cara. Estaría en casa de Irene hasta Navidad. Después afrontaría mi nueva vida sin mimos, sin más cuidados que los que me permitieran mi salario y las nuevas amistades que fuera encontrando en el camino. Que había sido tocada por una varita mágica era evidente. Por ello debía atreverme a afrontar esa nueva etapa de mi vida sola. Sola como llegué. Sola como me iré, como nos vamos todos.

Dos días más tarde me encontraba en la sala de un hospital. Era noche cerrada. Hacía frío.

Irene se había empeñado en acercarme y yo había aceptado su nuevo favor, con la condición de que, tras dejarme allí, se marchara a dormir. Al día siguiente madrugaba y necesitaba tener el gesto descansado para dirigirse al público. Me alegré de que me hiciera caso.

Aquel lugar se asemejaba más a un centro de salud español. La puerta de la calle no paraba de abrirse y cerrarse, pero casi siempre por el mismo tipo que salía a encenderse un cigarrillo, antes de que se apagara el anterior. Yo le acompañé sólo un par de veces. Por entonces fumaba -y mucho- pero el pie me dolía más que el vicio; y hacía frío.

Las puertas de urgencias, en cambio, parecían cerradas a cal y canto. Nadie era llamado ni dado de alta. De lo que ocurría en el interior, lo único que podíamos ver era a una enfermera rubia, tras un mostrador. Tenía el rostro amable. A ella le habíamos contado lo que nos pasaba. Le habíamos enseñado nuestros pasaportes u otros documentos, si los teníamos. Si no, no importaba.

En un rincón, un panel de eléctricos letreros rojos hacía desfilar una y otra vez los casos prioritarios: los pacientes que mostraran síntomas de padecer un infarto pasarían primero. En segundo o tercer lugar iban los niños.

Observé que al señor que estaba sentado a mi lado le faltaba el aire. Se ahogaba sin protestar. También estaba solo, pero me tranquilizó pensar que no debía de ser un paro cardiaco. Entre tanto, en la fila de delante, una madre intentaba mantener a su hijo quieto. Ya no sabía qué hacer con él y me ofrecí para entretenerlo. El niño no parecía necesitar asistencia médica, quizá fuera ella la enferma y no hubiera encontrado con quién dejar al pequeño.

Paul, que así se llamaba, tenía solo cinco años, por lo que se me ocurrió sacar un bolígrafo y una de esas libretas, que tantas veces me acompañan, y empezar a dibujar. El niño no podía contener la risa. Normal. Cuando le tocó el turno, su destreza en el arte de pintar era muy superior a mis garabatos.

Pasaron las horas sin apenas enterarnos de lo que ocurría a nuestro alrededor, hasta que de pronto me di cuenta de que el señor de cara sonrosada ya no estaba a mi lado. Ni el fumador empedernido. Ni un bebé que había entrado llorando en los brazos de su padre. El pequeño había conseguido hacerme olvidar hasta mi torcedura. A pesar de su corta edad, y de haber sido entrenado para callar, me había contado que también eran nuevos en el país. No hacía mucho que habían llegado de Jamaica. No tenían casa y pasaban la noche donde podían. Se me encogió el alma.

En aquel momento, entendí por qué su madre había confiado tanto en mí. Desde hacía un buen rato que dormía ocupando cuatro de los asientos de la fila de delante, donde los había encontrado al llegar. Debía de estar agotada.

Miré el reloj. Eran más de las cuatro de la mañana. Mi pie estaba cada vez más hinchado y ya no tenía frío, estaba helada. Intenté ponerme seria y le propuse a Paul que durmiera un poco. Era tarde y debía descansar antes de que se despertara el sol, le insistí; pero él sólo quería seguir jugando mientras a mí se me empezaban a secar las ideas. Embotada también ante el temor de que fueran descubiertos por la enfermera.

Sin embargo, mi preocupación carecía de fundamento. La chica del rostro amable, extrañada de ver al niño durante horas, se acercó a preguntar qué le pasaba al pequeño. La madre, medio dormida, explicó que los dos estaban sanos, por eso no se había acercado a hablar con ella. Solo necesitaban un lugar donde pasar la noche. Hacía frío.

La enfermera les dejó quedarse y los tres respiramos aliviados.

Al poco tiempo me llamaron a boxes. La doctora dijo que creía que me había hecho un esguince. No había ningún traumatólogo de guardia ni tampoco le permitían hacerme radiografías por cuestiones económicas. Desde hacía tiempo sufrían por los recortes, me confesó. Su sinceridad me ayudó a controlar la indignación. Después de tantos años quejándome de la Seguridad Social en España, me encontraba en uno de los países más ricos del mundo con el pie como una pelota y una mera receta para comprar paracetamol. La tomé y le di las gracias.

Al salir, Paul se había dormido tumbado en tan sólo dos sillas. Sus manitas afrodescendientes sujetaban con fuerza su nueva libreta y mi antiguo boli. Me dio pena no despedirme de él, pero preferí no despertarle y me marché. Su madre, con un ojo medio abierto, me regaló una sonrisa.

Desde entonces, muchas veces cuando tengo frío o acudo a un hospital recuerdo a Paul y me pregunto qué habrá sido de él y de su madre. Intento imaginar lo que deben de sentir quienes deciden emigrar y no encuentran la suerte que esperaban o que otros tuvimos.

Al día siguiente, en el trabajo, me confirmaron lo que Irene ya me había avanzado. Entre los beneficios de la empresa, contábamos con un seguro privado. Solo necesitaba darme de alta en un médico de familia y listo. Un auténtico privilegio.

Aun así, hoy también recuerdo que fue en Londres donde, hace 12 años, descubrí lo que significaba la Sanidad Universal. Donde existían traductores de hasta 10 idiomas, en algunos hospitales públicos. Y donde este último dato no se justificaba siempre por razones históricas. Los españoles también teníamos derecho a ser atendidos en castellano, sin haber sido España una ex colonia británica.

Desde entonces, muchas veces cuando tengo frío o me vuelve la imagen de Paul a la cabeza, me pregunto por qué a las madres con hijos, que he visto dormir a la intemperie en las noches cálidas de algunas capitales africanas -y que tampoco olvido-, se les niega el derecho a la Sanidad Universal, allá dónde vivan o decidan vivir. Haga más o menos frío.

Del derecho a una vivienda digna, ni hablar quiero ahora.

Manzanas que alimentan: el ejemplo de Mauricio

Releo mis escritos del pasado y no sé si alegrarme o entristecerme por no tener entre mis manos textos que no se pudieron recuperar de un par de discos duros, que un día dijeron basta, o de algunos viejos cuadernos, cuyo color aún recuerdo pero nadie sabe a dónde fueron a parar durante mi peregrinaje. Entre los relatos, poemas, artículos de opinión, que todavía conservo en una carpeta roja, hay de todo: de los que me atrevería a compartir, de los que había hecho bien en olvidar y de los que le sorprenden a una por sentirlos tan ajenos que llega a dudar de su autoría (los considere mejores o peores). Pero, definitivamente, lo que más me alegra de los que puedo volver a leer es descubrir la evolución de mis pensamientos. La huella que va dejando en mí lo vivido, lo leído, lo escuchado…

Hará hoy unos 15 años, un profesor de Redacción de Periodismo me pidió una opinión escrita sobre el libro: El Mundo Digital de Nicholas Negroponte, quien defendía la tecnología digital como una posible fuerza natural para propiciar un mundo más armónico.[1] Negroponte sostenía que los niños “digitales” estaban libres de limitaciones tales como la situación geográfica como condición para la amistad, la colaboración, el juego o la comunidad y yo, indignada, le replicaba que, aunque a los niños de Senegal les regalasen 10 o 100 apples seguirían “sin tener manzanas que comer”.

Mi, por entonces, imagen de África Subsahariana repleta de niños y niñas hambrientos, mi mentalidad asistencialista y mi falta de información sobre los porqués de las desigualdades en el mundo -junto con otras ideas, que también hoy corregiría- me valieron una de las contadas matrículas de honor de mi vida. Concretamente, en aquella ocasión, me crecí ante un Negroponte, que ya percibía la necesidad de superar la nueva brecha tecnológica, cegada por el miedo a la globalización y despreocupada por ahondar en los motivos de un subcontinente rico en recursos, que estaba “perdiendo una década” a golpe de planes de ajuste estructural (PAE) externos. Por eso, cuando releo aquella bravuconada, me sonrojo con la esperanza de haber aprendido algo, en todo este tiempo…

Por mucho que me duela que el hambre en la región sea uno de los pocos temas sobre África Subsahariana que ocupe nuestras portadas, su necesaria denuncia no puede ser objeto de discusión. Ahora bien, y por ello mismo, el perjuicio de negar u ocultar el importante desequilibrio económico que reflejan determinados índices tecnológicos tampoco debería serlo.

De las estadísticas sobre la utilización de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC) en las empresas, de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), lo primero que llama la atención es que de los 71 países de los que se ofrecen datos registrados en 2008, solo tres pertenecen al subcontinente africano: Lesotho, Mauricio y Senegal. Cuando el número de países que compone África Subsahariana es prácticamente un cuarto del total de países del mundo.

Además, si comparamos el porcentaje de empresas que usan ordenadores o utilizan Internet en Mauricio y Senegal, la diferencia no es muy elevada con respecto a Francia, por poner de ejemplo uno de los países más industrializados del mundo. Sin embargo, si nos fijamos en Lesotho o en la presencia de las compañías de unos y otros países en la web, las cosas cambian. Los porcentajes de Mauricio y Senegal se reducen notablemente frente al del país galo. (Pinchar gráfico)

Pero, ¿por qué Mauricio y Senegal mantienen algunos indicadores TIC en niveles cercanos a los de Francia?

Una de las explicaciones la podríamos encontrar en el Índice AT Kearney, que analiza  y clasifica los 50 mejores destinos para la externalización de actividades. Según la consultora, en 2009, cuatro países de África Subsahariana destacaban a nivel mundial: Ghana, en la posición 15, Mauricio y Senegal (25 y 26, respectivamente) y Suráfrica (39).

En el caso de Mauricio, AT Kearney resalta que, a pesar de ser el país con menor mano de obra, la elevada formación de los trabajadores y un clima de negocios favorable le proporcionan un lugar privilegiado en el índice. No en vano, el gobierno de Mauricio ha promovido el desarrollo del parque tecnológico CyberTower que, entre otras firmas, acoge a la empresa de recursos humanos Ceridian; generadora de cientos de empleos.

Y, ¿qué lugar ocupa Mauricio en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)? En 2011, el país del sureste africano se encontraba el número 77 de 187 países; en el grupo de desarrollo humano alto.[2]

Mauricio, como todos los países africanos, tiene sus particularidades (territorio insular, población de en torno a un millón de personas, frente a los 160 millones de Nigeria), pero en lo que coinciden economistas de unas y otras corrientes -pro y anti PAE, por ejemplo- es que, dentro de la región, Mauricio es un ejemplo de éxito en materia de desarrollo económico.

Como señala el profesor de la School of Oriental and African Studies de Londres, Carlos Oya, el “milagro” mauriciano se burló de la predicción del Premio Nobel de Economía, James Meade, quien “llegó a afirmar que Mauricio apenas tenía esperanzas de desarrollo en el futuro, dadas las condiciones iniciales a finales de los 50: dependencia de un producto agrícola (azúcar); vulnerabilidad ante shocks en términos de intercambio; aislamiento geográfico; presión demográfica; tensiones interétnicas entre Indios y Criollos”.[3]

Por ello, ver publicada en una de las redes sociales la foto que cuelgo junto a esta entrada, recordar la ineficiencia que me ha generado trabajar con recursos tecnológicos muy limitados, en otros países de África Subsahariana, o la licencia literaria que me permití el otro día en este blog, sobre la innecesaria venta online “en mi barrio de Kalabankoura”, me han llevado a compartir esta reflexión. Cargada de afro-optimismo ante la esperanza de que las TIC aterricen con mayor fuerza en la región, para disminuir la brecha tecnológica que, por lo general, nos separa y contribuir a que la “mundialización” sea, por fin, más “redistributiva”.[4]


[1] NEGROPONTE, Nicholas (1996): El mundo digital, Ediciones B, Barcelona.

[2] Como todos los años desde 1990 Informe sobre Desarrollo Humano ha publicado el Índice de Desarrollo Humano (IDH) que fue presentado como una alternativa a las mediciones convencionales del desarrollo nacional, como el nivel de ingresos y la tasa de crecimiento económico. El IDH representa el impulso de una definición más amplia del bienestar y ofrece una medida compuesta de tres dimensiones básicas del desarrollo humano: salud, educación e ingresos. El IDH de Mauricio es 0.728, lo que coloca al país en la posición 77 de los 187 países para los que se disponen datos comparables. El IDH de África Subsahariana (OR) como región ha pasado del 0.365 de 1980 al 0.463 de la actualidad, por lo que Mauricio se sitúa por encima de la media regional.

[3] OYA, Carlos, y SANTAMARÍA, Antonio (eds.) (2007): Economía Política del Desarrollo en África, Madrid, Akal.

[4] Sobre la expansión de las redes móviles en África Subsahariana o sobre el impacto de las redes sociales intentaré escribir en otra ocasión. Sobre las muertes que genera el coltán y el consumo de productos tecnológicos, especialmente. Sobre la utilización del logo apple y no de otros símbolos o marcas de la competencia: afirmar que en su día no fue más que un recurso, y que también lo es ahora. De hecho, desconozco el sistema operativo más utilizado en Mauricio.

«Los informales»

Hace un rato estaba imaginando qué andaría haciendo ahora si me quedara un día para volver de Malí, como estaba previsto y como me recuerda desde hace un par de semanas la compañía aérea con la que aún mantengo “mi billete de regreso”. Se preocupan por mí porque han cambiado la hora de salida (¡cómo no!), porque por un “pequeño” extra podría viajar más cómoda y, sobre todo, porque las máquinas que envían ese tipo de correos no saben que mi asiento se quedará vacío mañana.

Quizá por ello, por los tantas veces distantes avances tecnológicos, he pensando que hoy me habría gustado sentarme en el porche de mi casa de Bamako, tal y como lo recuerdo. Frente a la puerta del patio. Vigilante de una entrada siempre abierta; dadora de continuas sorpresas.

Si los niños ya habían vuelto del colegio, entraban y salían dejando ecos de carcajadas, manos unidas, tierra en el suelo o miradas escondidas con las que atraer mi atención.

Si se acercaba la puesta de sol, la “princesa de la casa” iluminaba con su amplia sonrisa el anochecer. “Las clases, muy bien, gracias” -repetía siempre con una nueva sonrisa tímida. Después pasaba a su cuarto, se cambiaba y se prestaba a cualquier ayuda que necesitara su madre, sus hermanos, las trabajadoras del hogar o yo misma.

Ya por la noche, venían las vecinas a tomar el té. Reían en su lengua. Seguían el telediario con atención. Cantaban para que yo bailara. Hablaban de sus cosas.

La riada de personas que entraban y salían era inmensa. A los nombrados habría que sumar el ir y venir del primo, de los amigos del primo, del otro primo, del padre, de los amigos del padre, de las compañeras de la asociación de mujeres a la que pertenecía la madre, de los albañiles (tan intrigados conmigo como yo con sus quehaceres…).

Sin embargo, lo que más me entretenía era la aparición de “los informales”. Los vendedores ambulantes, que llegaban sin ser llamados, y el variopinto colectivo de “serviciales a domicilio”, que acudían prestos cuando se corría la voz de su necesaria presencia en algún hogar cercano o lejano. Las páginas web de compra por internet sobraban en mi casa de Kalabankoura.

Sentadas en cómodas sillas de fideos desfilaban ante nosotras (la madre era la gobernanta) vendedoras -y vendedores- de lechugas, papaya, utensilios de cocina, jabones, telas… Cualquier cosa que pudiera almacenarse en un barreño cubierto por una tela anudada y pudiera transportarse en una cabeza entrenada. Es decir, casi todo lo que se encontraba en el mercado. Sin exagerar.

Si mi mente me acompaña, nunca olvidaré el día en que llegó el pescadero. Yo acababa de irrumpir en el patio para preguntar una duda y allí estaba él, rodeado de hermosos ejemplares plateados, desmontando con aire triste un peso plegable de plástico. “Demasiado caros” -me comentaron mientras el chico se marchaba sin éxito.

¡Son tantos los recuerdos de tan corto tiempo y se me aparecen ahora tan cercanos! Mis bonitas sandalias de cuero por un euro, el tuareg de Burkina Faso -vendedor de remedios curativos- que aparcó su dromedario en la puerta y casi me mata del susto cuando, al salir a la calle, creí que los dinosaurios no se habían extinguido… O el muchacho de media sonrisa que nos remendaba la ropa en la máquina de coser acoplada a su bicicleta.

A estos profesionales de la llamada “economía informal”, cuyo apelativo tanto enerva cuando los ves trabajar de sol a sol, llenos de ingenio para satisfacer las necesidades de sus familias y de quienes les compran, los había conocido en los semáforos de Bamako, en las carreteras de Mozambique, caminando por los pueblos de Ghana o en las playas de Valencia… Pero, hasta este año, desconocía que también entraban en las casas de sus vecinos para ofrecer sus productos y servicios.

Si ahora todavía estuviera en Malí, me encantaría sentarme en el porche, frente al muro quebrado por la hospitalidad, y contagiarme del espíritu de “supervivencia” de los “informales”. O, como diría quien fuera un día mi profesor, y hoy aún mi maestro, Mbuyi Kabunda, de los trabajadores de la “economía solidaria”. La que para mal -y esperemos que un poquito para bien- se nos ha venido y viene encima.

29 de abril: ni urnas, ni golpistas… En manos extrañas

Hoy es día 29 de abril. Hoy era el día en que Malí tenía previsto celebrar la primera vuelta de las quintas elecciones presidenciales “libres y democráticas”, desde su independencia de Francia en 1960.

Hoy hace tres meses y 12 días que los rebeldes tuaregs se sublevaban en el norte de Malí, por cuarta vez desde la independencia.

Hoy hace dos meses y tres días que el entonces presidente de Malí, Amadou Toumani Touré (ATT), se dirigía por primera vez a la nación para hablar de lo que estaba ocurriendo en el norte del país, mientras que en el Sur se vivía una intensa campaña preelectoral como si nada sucediera en la parte septentrional. ATT, protagonista perpetuo de los informativos de la radio-televisión pública (ORTM), había callado hasta entonces y lo seguiría haciendo después, salvo contadas excepciones y siempre a través de medios extranjeros.

Hoy hace un mes y siete días que un grupo de militares del ejército maliense, liderados por el capitán Amadou Haya Sanogo, daba un golpe de Estado y creaba el Comité Nacional para la Recuperación de la Democracia y la Restauración del Estado (CNRDRE), con el objetivo de asegurar la integridad territorial, la unidad nacional y formar un gobierno de transición para celebrar una elecciones presidenciales realmente “libres y democráticas”.

Hoy hace 28 días que Tombuctú caía en manos de los rebeldes, por lo que los tuaregs conquistaban en tan solo tres días las capitales de las tres regiones del Norte: Kidal, Gao y Tombuctú.

Hoy también hace 28 días que el presidente de la Junta Militar, Sanogo, y el representante de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO), el ministro de Asuntos Exteriores de Burkina Faso, Djibril Bassolé, llegaban a un principio de acuerdo por el que el CNRDRE reinstauraba el orden constitucional y la CEDEAO cancelaba la amenaza de embargo, cuyo plazo finalizaba esa noche.

Hoy hace 27 días que los líderes de la CEDEAO, reunidos en Dakar -junto con otros líderes como el ministro de Exteriores francés, Alain Juppé- para asistir al acto de investidura del nuevo presidente de Senegal, Macky Sall, rompían unilateralmente las negociaciones con el CNRDRE e implantaban el “embargo total” al pueblo maliense (cierre de fronteras, de bancos…). Esa misma mañana, Francia había llamado a sus nacionales a salir del país y, coincidencia o no, el embargo total excluyó el cierre del espacio aéreo.

Hoy hace 22 días que se levantaba el embargo a Malí, después de que la Junta Militar aceptase los requisitos de la CEDEAO: entrega del poder a la sociedad civil; nombramiento del presidente de la Asamblea Nacional, Dioncounda Traoré, como presidente interino; nombramiento de un gobierno de transición hasta la celebración de unas elecciones “libres y democráticas”…

Desde entonces, se garantizó la seguridad de ATT -que ya descansa en Senegal-; Traoré fue nombrado presidente interino de Malí; Cheick Modibo Diarra, primer ministro; se aprobó un Ejecutivo compuesto por 24 ministros…

Sin embargo, una vez más, la CEDEAO ha vuelto a sorprender a los malienses. El pasado jueves, tan solo dos días después de la formación del nuevo Gobierno, la organización regional anunció que enviará tropas al sur de Malí para garantizar la salida de la Junta Militar del poder y la celebración de unas elecciones “libres y democráticas” en el país, en el plazo máximo de 12 meses.

Cierto es que, durante estas últimas semanas, Sanogo también ha dado algunas señales confusas como la de ordenar la detención de una veintena de altos cargos políticos y militares, aunque luego fueran liberados.

Pero hoy, 29 de abril de 2012, el día en que estaba previsto que se celebrara la primera vuelta de  unas elecciones presidenciales “libres y democráticas”, la pregunta que imagino se plantean numerosos malienses será la misma que se hicieron el 2 de abril cuando la CEDEAO decidió imponer el “embargo total” tan solo un día después de haber retirado su amenaza: ¿Quién gobierna en Malí? ¿Qué capacidad real de decidir su destino tienen hoy la mayor parte de los malienses?

Cuando estas cosas suceden, siempre hay nacionales que defienden e incluso colaboran con los extranjeros, sobre esto no caben dudas. Pero el pasado 2 de abril, la mayor parte de los malienses ni quería ni merecía un embargo total impuesto “por sorpresa” desde el exterior, como solución a sus problemas. Por ello, supongo la impotencia que deben de estar sintiendo hoy un elevado número de personas ante la nueva situación de incertidumbre causada por la CEDEAO. El temor que deben de estar sufriendo los malienses, mientras esperan sin fecha a que tropas extranjeras entren en su territorio. Y no para ayudarles a liberar el Norte como deseaban, sino para controlarlos en el Sur.

Sanogo anunciaba ayer, 28 de abril, que no está de acuerdo con la nueva resolución de la CEDEAO, que establece el plazo de un año para la celebración de los comicios cuando la Junta Militar y la organización regional ya habían decidido agotar el plazo máximo de 40 días marcado por la Constitución, para luego -en el caso probable de no poder materializarse las elecciones- determinar qué otros pasos dar.

Hoy, día 29 de abril de 2012, quiero dejar claro que desapruebo cualquier toma de territorio o poder por la fuerza; que desapruebo cualquier injerencia externa y más la de aquellos que protegen sus propias fronteras a golpe de fuego, leyes y falta de ética; que desapruebo la imposición de cualquier modelo de Estado o de gobierno; que desapruebo el comportamiento de los líderes africanos que -en complicidad o no con las potencias extranjeras- no defienden los intereses de sus pueblos, sobre los que se basa su legitimidad.

Hoy, día 29 de abril de 2012, quiero dejar claro que defiendo los derechos humanos de cada uno de los malienses: los civiles y políticos y, en igual medida, los económicos, sociales y culturales. Que me avergüenzan las imágenes que me vinieron de golpe a la retina el día 2 de abril, tras la imposición del embargo: la de los vagabundos que pueblan Bamako; la de los niños de la calle; la de los enfermos de malaria, de polio, de asma por respirar el polvo de unas calles no asfaltadas; la de los campos de refugiados del Norte; la de la escasez de grano…

Hoy, día 29 de abril de 2012, quiero dejar claro que admiro y defiendo los valores de una sociedad en la que quienes más tienen todavía saben reconocer el privilegio de poder compartir su comida diaria con sus vecinos más necesitados; donde no se abandona a los ancianos; donde se nace y se muere en comunidad porque las personas se unen para celebrar los llantos de un recién nacido y para llorar la pérdida de un ser querido; donde los descendientes de antiguos esclavos bromean con quienes, de no haber cambiado las leyes, serían todavía sus amos; donde la paciencia te llega a parecer un don y la alegría: el arte de saber vivir ante la adversidad; donde pro-golpistas y anti-golpistas han sabido evitar el enfrentamiento en pro de la paz…

Los niños y niñas de Malí, un territorio rico en petróleo, en gas, en uranio, en oro, en agua, no se merecen un mal gobierno autóctono, pero tampoco un futuro marcado por el recuerdo de un país militarizado por soldados que ni hablan su lengua y que, ojalá me equivoque, no están al servicio de sus intereses.

Los padres y madres de estos hijos e hijas tampoco merecen este presente.

¿El MNLA declara la independencia del Norte de Malí?

Esta mañana, el Movimiento Nacional para la Liberación de L’Azawad (MNLA) ha declarado la independencia del Norte de Malí, en su web, pero como he escrito en mi Facebook, y sin ánimo de analizar sino de invitar a la reflexión:

A todos los que dan por descontada la división del país en dos, les preguntaría: ¿Alguno se ha planteado si un territorio se puede independizar gracias a una rebelión armada? ¿Alguno ha recordado que el MNLA no es el único que ha conquistado el Norte de Malí? ¿Alguno se ha parado a pensar que en el Norte viven otras poblaciones como los sonrays, desde hace siglos? ¿Alguno es consciente de que, además de uranio, ya está claro que en el Norte hay petróleo y gas listos para ser explotados? ¿Alguno se cuestiona por qué la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) y la Unión Africana (UA) mandan más que los propios malienses? ¿Alguno se interroga sobre si los líderes de la CEDEAO y de la UA quizá manden menos que los franceses y los americanos o por lo menos igual?

Según mis fuentes, las tropas de la CEDEAO ya han entrado en Malí (en Sikasso), vía Burkina Fasso. Tras la reunión de ayer de los jefes de Estado Mayor, en Abidján, se desconoce cuál es el objetivo de esta intervención militar en el país. Ayer se hablaba de varios fines: sacar del poder a los golpistas, reinstaurar las instituciones democráticas, solucionar la crisis del Norte…

El domingo, la CEDEAO se mostraba abierta al diálogo con el líder de la Junta Militar, el capitán Sanogo, y cancelaba la amenaza de embargo cuyo plazo finalizaba a las 0:00 horas del lunes. Aunque el paso dado no era suficiente, el presidente del Comité Nacional para la Recuperación de la Democracia y la Restauración del Estado (CNRDRE), Sanogo -que perpetró el golpe de Estado en Malí entre el 21 y el 22 de marzo-, decidió restablecer la Constitución de 1992 y reiteró su intención de no perpertuarse en el poder con la «próxima» celebración de unas elecciones democráticas en las que los militares golpistas no participarían.

El lunes por la tarde, tras la reunión de jefes de Estado de la CEDEAO en Dakar (y de representantes de la comunidad internacional), la organización subregional sorprendía con la implantación del embargo «total» (económico, financiero y diplómatico) a Malí. La CEDEAO decidía unilateralmente el fin de las negociaciones.

Ayer Sanogo podría haber vuelto a intentar negociar su salida del gobierno con la intención de dar prioridad a encontrar una solución para el conflicto del Norte. La CEDEAO habla de estar buscando la forma de levantar el embargo.

La realidad en este momento, insisto, es que las tropas de la CEDEAO ya están en Malí, el embargo continúa y el MNLA acaba de declarar la independencia del Norte del país.

No entendéis nada, ¿verdad? Yo, tampoco. En Bamako, tampoco. Lo que pudiera pasar hoy era imprevisible ayer y lo sigue siendo hoy. Lo que pudiese pasar ayer era desconcertante antes de ayer. Lo que pueda pasar mañana, nadie lo sabe.

La desinformación del Norte y la manipulación de la información es evidente, pero la falta de previsibilidad también, ante tantos dobles juegos.

Los que están pagando esta situación: los de siempre. De los que apenas se habla porque a los países del Norte les ciegan los avances de un islamismo que, queriendo o sin querer, fomentan. Al igual que a algunos líderes del Sur.

Los que están pagando esta situación: los de siempre. De los que apenas se habla porque a los países del Norte les ciega la necesidad de mantener su statu quo (si es con recursos, mejor). Al igual que a muchos líderes del Sur.

Los que están pagando esta situación: los de siempre. Los saqueados, los desplazados, las violadas, los asesinados, los embargados…

La cuestión del Norte es muy compleja y de difícil solución. No cabe duda. Los tuaregs tienen su parte de razón. Como los habitantes del Sur. Ojalá se pudieran abrir las puertas al diálogo. Ojalá no sea demasiado tarde… Insh’Allah!

Deportado cuando iba a realizar su trabajo

Tomo uno de los últimos ejemplares de Les Echos para corroborar un dato y reparo en el lema que aparece en la portada: « Je ne suis pas d’accord avec ce que vous dites, mais je me battrai jusqu’au bout pour que vous puissiez le dire. » (Yo no estoy de acuerdo con lo que dice pero pelearé hasta el final para que lo pueda decir.) La frase es de Voltaire, pensador francés de la Ilustración, de la razón.

Ayer, sábado 17 de marzo, el diario cumplía 23 años de vida. Es decir, en 1989 los miembros de la cooperativa Jamana, que entre otras editan esta publicación, lanzaban su primer número con la cita de un europeo que todavía gobierna su cabecera.

Pero ayer no fue para mí un día de celebraciones. Ayer uno de mis compañeros me contó cómo había tenido que regresar a Malí, sin poder realizar el trabajo que había ido a desarrollar a Francia. La policía del aeropuerto de Orly, en París, había decidido deportarle.

Sidiki Doumbia, invitado por una ONG francesa, había viajado el martes pasado desde Bamako hasta el país galo con la intención de cubrir los últimos días del Foro Mundial del Agua (WWC, en sus siglas en inglés), que se ha celebrado esta semana en Marsella. Desde aquí, incluso habíamos concertado una entrevista con el presidente del WWC, Loïc Fauchon, gracias a que casualmente él había colaborado conmigo en una ocasión. Por su parte, el consulado francés había expedido el visado de trabajo de Sidiki, sin problemas. Todo estaba en regla. Todo previsto.

En el área de llegadas de Orly, le esperaba impaciente su tío. Desde que él y su mujer se habían instalado en Francia, hará unos 15 años, todavía no habían recibido la visita de ningún familiar. La maleta de Sidiki iba cargada de regalos que su madre había preparado para su tía. De haber ido todo como debía, la misma maleta -o tal vez otra- habría vuelto repleta de regalos que la tía seguramente habría preparado para la madre, para todos.

Pero Sidiki no llegó a pasar la frontera. No pudo ejercer su trabajo. No pudo abrazar a sus tíos. “Los papeles están correctos”, afirmaron los policías, “pero con el dinero que llevas encima no puedes sobrevivir tanto tiempo”. “La ONG se va a encargar de todo y afuera me espera mi tío, con quien tengo previsto pasar los últimos días”, les explicó Sidiki. “No necesito más que lo que traigo”, precisó. “No obstante, si es una cuestión de dinero, dejen que pase mi tío y él traerá la cantidad que estimen conveniente”.

Se negaron. El tío tampoco podía cruzar la frontera a la inversa. Se negaron. Las gestiones diplomáticas que, entre tanto, se estaban realizando en Bamako, tampoco eran suficientes. Los policías de Orly barajaban solamente dos opciones: que el presidente de la República de Malí, Amadou Toumani Touré (ATT), se ocupara directamente del asunto o que se comprara otro billete de avión, se marchara a Malí a por el dinero y regresara después a París. Así podría entrar tranquilamente.

Sidiki no entendía nada. Llegó a pensar que eran los franceses quienes no entendían nada. “¡Cómo si el jefe de Estado de mi país no tuviera otros problemas más importantes que resolver que este!”, les contestó desde el estado de impotencia en el que se encuentran las personas que viven una situación tan surreal, que solo pueden llegar a asimilar cuando la pesadilla ha terminado.

“Ni aunque me pagaran por quedarme, querría vivir aquí”, me contó que les había intentado explicar. “¡Qué se queden con su país!”, exclamó con una medio sonrisa mientras miraba al infinito al terminar de narrarme lo ocurrido. “En fin, lo tomaré como parte del aprendizaje de la vida”, concluyó. “Me ha dolido, pero no deja de ser una enseñanza más…”.

Yo le miré perpleja. Era la primera vez que Sidiki viajaba a Europa. Había dormido muy poco estos días para poder prepararse bien. Le apasionan los temas relacionados con la agricultura. Además, sus tíos no tienen hijos y se habían emocionado al pensar que disfrutarían, aunque tan solo fuera durante dos días, de su pequeño… 1 Sin embargo, pese a que habían matado su ilusión y la de sus tíos, Sidiki todavía tenía fuerzas para quedarse con el valor de la experiencia…

Nunca hasta hoy me había fijado en el lema de Les Echos. Tan global. Tan para todos los que creemos en la libertad de expresión. En los derechos humanos.

Muchas veces, antes de hoy, me he preguntado si alguna vez ha reinado la luz en Occidente. Muchas veces, antes de hoy, me he planteado si el punto en el que nos encontramos actualmente debería de pasar a la historia como el de la sinrazón. Si ya sufrimos sus consecuencias… Si seremos capaces de aprender de la experiencia…

1: Así es en Malí la familia. Tu primo mayor no es tu primo, es tu hermano mayor. Igual que tu prima mayor no es tu prima sino tu hermana mayor. Lo mismo sucede con los pequeños. Hoy, por primera vez en mi vida, me he parado a pensar en la importancia que siempre se ha dado en mi casa al concepto de primo hermano… Y en cómo tanto significante como significado se desvanecen en España…

2: A principios de 2009, vivían en Francia unos 120.000 malienses. En ese momento, y por cuarta vez, el presidente de Malí, Amadou Toumani Touré (ATT), se negó a firmar un acuerdo bilateral con el gobierno de Nicolás Sarkozy que, principalmente, determinaba que Francia concedería anualmente 1.500 permisos de residencia y de trabajo a ciudadanos malienses, a cambio de poder expulsar del país a unos 30.000 malienses sin papeles, a lo largo de ese año.

La nueva política defendida por el ministro de Inmigración francés, Brice Hortefeux, como “la gestión concertada de flujos migratorios y de desarrollo solidario”, no se había dirigido únicamente a este país de África. Para entonces otros países como Senegal, Gabón, Benín, Congo, Túnez, Islas Mauricio o Cabo Verde ya habían cerrado sus respectivos acuerdos.

La presión de la diáspora maliense en Francia y el volumen de remesas que envían los malienses a su país se consideraron dos de los motivos principales de la no cesión de Malí ante la insistencia francesa.

Según datos consultados, las remesas de los malienses que viven en el exterior superaron el 25% de los ingresos presupuestarios en 2009.

Si el tiempo fuera oro, pagar me costaría carísimo

Estoy intentando recordar los casos en los que, en España, debemos llevar dinero suelto para pagar una compra o servicio y apenas me viene uno a la cabeza: el autobús, ya que el conductor no puede dejar a los pasajeros esperando mientras se baja a cambiar, ni interrumpir la frecuencia de la línea por este motivo. Hasta en los taxis y en los kioscos tienen “la obligación” de contar con billetes y monedas suficientes para satisfacer al cliente. Otra cosa es que, para evitarnos una situación desagradable, al entrar a un taxi preguntemos si tienen cambio o que, por facilitar las cosas, no vayamos a comprar el periódico con un billete de 50 euros.

Y, ¿por qué España ha cambiado tanto desde que yo era pequeña? Porque ahora este tipo de efectivo fluye. La masa monetaria se ha incrementado notablemente. Nuevos sistemas de pago, como las tarjetas de crédito, nos permiten adquirir un simple billete de metro… Cualquier instrumento que facilite nuestras operaciones y nos ahorre tiempo se convierte a su vez en más dinero. Nuestro tiempo se ha convertido en oro…

En Malí, en cambio, el tiempo no pesa los mismos quilates. En Bamako, en los puestos callejeros, en los mercados de barrio, en los supermercados de aspecto occidental, en los taxis e incluso en los mini-buses tienes que esperar un minuto, dos, diez hasta que logran cambiar en otro lugar para poder devolverte. No importa si al resto de pasajeros les toca esperar o si se forma cola en la tienda de la esquina. La gente está acostumbrada. A veces, como contaba el otro día, prefieren hacerte un descuento porque saben que conseguir suelto no va a ser fácil. Otras te ofrecen un pago en especie a cambio de la deuda: una chocolatina, cinco caramelos… Por último, los hay que se guardan el billete con la intención de quedárselo porque no tienen cambio, aseguran. Por lo que, si no te pones firme, te cobran justo el doble de lo que habías acordado por la carrera (los taxis no llevan contador, el precio se determina de antemano). Y, de nuevo, no es que te intenten mentir. Es verdad, y si cuela, cuela. De hecho, este viernes, al negarme a ceder, el conductor salió del taxi, desapareció en la oscuridad de la noche, me hizo dudar de si por un euro y pico no debería de haberlo dejado así y cuando ya era casi presa del pánico -que antes de salir me habían inyectado las propias bamakoises por los riesgos que corría al coger un taxi sola-, lo vi regresar corriendo con dos billetes de 1.000 francos CFA. Uno para él y otro para mí.1

Sin embargo, todo parece indicar que el hecho de que en Malí el tiempo no sea oro, tal y como se entiende en España, no solo está justificado por cuestiones culturales -que yo misma aprecio, más tarde cito y que no son únicamente una cuestión de paciencia- sino que el hecho de que en Malí el tiempo no sea oro es, principalmente, consecuencia de lo mal repartido que está el mundo. La desigual distribución de la riqueza se mide en términos de esperanza de vida o en número de bienes adquiridos, pero hasta ahora no he oído hablar de ningún indicador que la mida en tiempo.

Quizá los economistas deberían de crear un índice que midiera la disponibilidad de tiempo para saber cuál es la verdadera pobreza de la gente. La de a quienes les sobra el tiempo, pero no tienen la posibilidad de medir sus decisiones en términos de coste de oportunidad, porque no pueden decidir qué hacer con su dinero.2 O, tal vez, lo que debiéramos hacer en países como España es crear un indicador para valorar nuestro tiempo, pero no según las horas que invertimos en generar más oro, sino por la vida que a cambio perdemos y que no se miden en términos monetarios, sino en otro tipo de felicidad o valores. La que acaba convirtiendo nuestro dinero en oro y el único motivo de por qué el tiempo sí se puede considerar un bien preciado en Malí.

Al contrario de lo que ocurre en los países del Norte, los malienses, trabajen o no, toman el tiempo que sea necesario para aquellas actividades que verdaderamente les satisfacen y que consideran culturalmente ineludibles, como son disfrutar de los suyos o cuidar de sus mayores.

Quizá, si llegáramos a ese punto intermedio, la riqueza estaría por fin mejor repartida. Y no excluiríamos ninguno de los elementos que abarca el amplio concepto de la riqueza.

1: En el medio rural, los billetes y las monedas circulan aún menos que en las ciudades. Por ello, muchas veces «se deja a deber al vendedor» o es el propio comerciante quien “deja a deber al cliente”. El trueque es todavía muy común.

2: No me olvido de las personas que, en otros lugares del mundo, también disponen de demasiado tiempo libre porque no tienen acceso a un puesto de trabajo, aunque lo necesiten. Tampoco de los españoles.

Djamana djana y los sonray

Como dicen en Malí, «la música sirve para contar la historia». En esta ocasión, no voy a narrar una parte de la historia con una canción ni con dos, pero sí voy a aprovechar una coincidencia sonora para hablar brevemente sobre los sonray. Una de las etnias mayoritarias de este país.

El otro día me copiaron un montón de música local en el portátil (aquí no es ilegal) y ¿cuál fue mi sorpresa? Al darle por primera vez al play sonó una canción de Ketama: Djamana djana, cuyos título y estribillo están en sonray. Enseguida os paso el enlace y os traduzco la letra, pero antes unos apuntes.

¿De dónde proceden los sonrays? ¿Qué era de ellos hasta el siglo XV? Aunque el origen de los sonray no está claro, existe un cierto consenso en que ya hacia el siglo VIII reinaba en Kukia la primera de las dinastías de los sonrays: los Dia (Za), quienes posteriormente trasladaron su capital a Gao. Sin embargo, no fue hasta la llegada al poder de la dinastía Sonni (Sii, Chii…), y más concretamente hasta el reinado de Ali Ber (Sonni Ali) en 1464, cuando los sonrays crearon el tercer imperio, por orden cronológico, del área occidental africana. Si contamos únicamente los tres más relevantes del antiguo Sudán: Ghana, Malí y Sonray.

El empuje de Sonni Ali sería, por tanto, definitivo para el destino del reino de Gao. El último descendiente de la dinastía Sonni creó el imperio Sonray durante los 28 años que duró su regencia.

Los verdaderos cambios en la organización del Estado, no obstante, se darían tras su muerte con la llegada al poder de la tercera y última dinastía sonray: los Askya. Si bien las bases sobre las que se estructuró el nuevo imperio Sonray tendrían también una deuda con Ali Ber: la idea de haber designado gobernadores para mantener el orden en un imperio, ahora, centralizado.

Por otro lado, también es importante resaltar que el Askya, como rey soberano, seguía siendo considerado como un padre, con capacidad para ejercer el poder sagrado, y que, por tanto, debía garantizar la prosperidad de todos. Sin embargo, durante el tiempo que duró la dinastía de los Askya, los reyes no siempre se preocuparon por el beneficio de la gran familia a la que debían proteger, hasta el punto de que, en numerosas ocasiones, ni siquiera tuvieron en cuenta a la más cercana.

La economía:

Mientras que a Sonni Ali se le reconoce la construcción de diques que impulsaron el fomento de la agricultura, Sékéne Mody Cissoko afirma que el río Níger, durante el siglo XVI, proporcionó la alimentación básica del imperio, gracias a que el suelo regado por sus aguas resultaba especialmente propicio para el cultivo de cereales: mijo, sorgo, arroz (que mayoritariamente consumían los nobles) y trigo duro.

El ganado constituía una fuente de bienestar para la población del imperio Sonray, gracias a las aportaciones de carne, leche, pieles para los habitantes y, más concretamente, para las grandes metrópolis dedicadas al comercio que, a cambio, proporcionaban productos manufacturados y sal a las gentes del campo.

Finalmente, la pesca supuso el tercer pilar de la economía rural del imperio. Tanto los sorkos -fracción importante del pueblo sonray-, como los bozos, los dos o los gounas se dedicaban a esta actividad. Los peces capturados no solo servían para el auto-consumo, sino que también eran ahumados, secados y vendidos en todo el área de la curva del Níger. Eran transportados hasta los oasis del Sahara, y, probablemente, se distribuían también en el Sudán occidental llegando hasta las zonas forestales.

Mientras la región importaba bloques de sal, armas, ropas, caballos, cobre, azúcar y artesanía del norte de África, a su vez exportaba oro, marfil, especias, nueces de cola,  algodón y esclavos. Es decir, el comercio prácticamente no varió respecto a las transacciones realizadas en el imperio de Malí. Pero lo que sí que se les debe reconocer a los Sonray fue el control de los principales mercados de la región: Djenné (mayor centro comercial, que conectaba la sabana y el bosque); Tombuctú (centro espiritual y también económico); y Gao (capital política que, comercialmente, miraba hacia el Sudán central: Libia, Egipto…). Urbes, todas ellas, ligadas al río Níger, desde donde también se fletaban barcos cargados de mercancías como: camellos, bueyes y asnos.

El comercio, además, no solo se dirigía hacia el exterior, sino que los intercambios  externos se cruzaban también con los internos, especialmente en el caso de determinados productos como los cereales, el pescado seco o la artesanía.

Asimismo, el primer rey de la dinastía, Askya Mohammed, unificó el sistema de medidas y pesos en todo el imperio y nombró inspectores en los mercados más importantes. Las compras, normalmente, se realizaban mediante el trueque, pero también con el pago de cauris o de polvo de oro.1

En definitiva, el sistema económico estaba basado en la explotación de grandes estados al servicio de los nobles (mano de obra, tributos…) y en la recaudación de impuestos sobre un comercio que, aunque sirvió para enriquecer a la población urbana, apenas afectó a la producción, por lo que casi no se registraron innovaciones técnicas ni en las zonas rurales ni las ciudades. Únicamente las ligadas a la construcción de viviendas, la alimentación y al modo de vestir de los nobles.

La maquinaria administrativa del imperio estaba destinada a garantizar a Askya Mohammed los suficientes ingresos para hacer frente a una imponente estructura burocrática y a un ejército de gran magnitud.

De hecho, en materia económica, apenas merece añadirse a este apartado el reinado de Askya Daoud (1549-1582), que algunos autores han considerado “la edad de oro de la civilización nigeriana”. A él se le debe la creación de un depósito de moneda acuñada: una novedad sin precedentes en el Sudán occidental, donde ningún soberano había contado antes con este sistema de pago.

La caída del imperio Sonray:

Entre las causas que nos pueden ayudar a entender la caída del imperio Sonray se encuentran tanto factores internos como externos.

Después de que algunos de sus propios hermanos e hijos despojaran de su trono a Askya Mohammed, en 1528, por considerarlo demasiado mayor e incapacitado por su ceguera, el imperio Sonray apenas vivió momentos de relativa calma, excepto durante los reinados de Askya Isaqh I, entre 1539 y 1549, y de Askya Daoud, desde 1549 hasta 1582.

La desmesurada ambición por el poder de los familiares de Askya Mohammed y de sus descendientes provocó que no se cumpliera el modo de sucesión propuesto por el creador de la dinastía. El sucesor debía ser el mayor de los hermanos del Askya depuesto: el Kurima Fari. Sin embargo, la forma de llegar al trono estuvo cargada de asesinatos entre los miembros de la misma familia para acceder al reinado o de ascensos basados en el empuje de personajes muy inferiores en la jerarquía.

Los Askyas, islamizados y apoyados, por tanto, en una pequeña parte de la sociedad -normalmente los habitantes de la ciudades-, persiguieron su propio beneficio y se olvidaron de un pueblo que seguía practicando sus ritos tradicionales y que, alejados de las urbes, apenas percibían las ganancias de un comercio que, como indica Ferrán Iniesta, otros autores han tratado de justificar como inevitable por las exigencias de la demanda internacional.

1 Cauri: molusco cuya concha blanca y brillante servía de moneda.

Djamana djana (Ketama)

Ya yo no tengo máquina porque la he vendio y con el dinero le he comprado un vestio lleno de volantes lleva ese vestio pa’ que mi gitana no me eche en olvido Oh nebife, nebife katanie djamana djana nebife, nebife katanie djamana djana nebife, nebife katanie djamana djana nebife, nebife katanie djamana djana.. (Oh, yo te quiero, yo te quiero y te llevaré a un lugar muy lejano…) Yo no cambio tus amores y no me importa el dinero con tus besos, prendo fuego que me abrasa y me devora prisionero a todas horas de tus besos, yo me muero Oh nebife, nebife.. Ya yo no tengo máquina porque la he vendido y con el dinero le he comprado un vestido lleno de volantes lleva ese vestido para que mi gitana no me eche en olvido Oh nebife, nebife..

Nota: La versión que me han pasado es la de Ketama con Toumani Diabaté, y con letra. No la encuentro en la web pero os prometo que otro día os cuento sobre este músico maliense y sobre la kora, su instrumento. Cambe! (¡Hasta pronto!)

Historias del sotrama

“Cuando entres tienes que decir que te bajas en Voxida, pero no a los chicos, ellos siempre se olvidan. Lo gritas para que se enteren bien los otros viajeros, así no te pasarás de parada”. Fatoumata  trabaja en la Cooperativa Jamana, donde colaboro. Le acabo de preguntar si hay una forma de evitar ir hasta el grand marché (el principal mercado de la ciudad) para cambiar de sotrama (mini-bus).

Ya he subido en unos veinte sotramas desde que llegué y de cada uno de ellos podría contar, al menos, una anécdota. Los sotrama en sí ya son para describirlos.

El mini-bus es un medio de transporte muy común en toda África Subsahariana, sin embargo en cada país las características físicas son distintas. También su nombre, la comodidad, el tiempo de espera… Entre otras cosas, ello depende de la distancia que recorren y de si se encuentran en zona rural o urbana. Aquí en Bamako lo que se conoce por sotramas son furgonetas pintadas de verde, que normalmente solo conservan en buen estado la parte delantera, donde va el conductor con uno de los trabajadores y donde, en una ocasión, también me sentaron a mí: la tubab (extranjera, blanca, guiri…).

La parte trasera, en todos los casos, está compuesta por la carrocería original (de menos a más oxidada y agujereada), alguna ventana y cuatro tablones de madera sostenidos por unas estructuras de hierro que bordean el interior, de modo que las propias paredes del vehículo te sirven de respaldo. Se entra por la puerta lateral, que controla el cobrador, y hay una rueda de repuesto al fondo.

En el centro, suele haber bastante espacio. Bueno, si no lo llenan las mujeres que vuelven cargadas del mercado. Y siempre a lo ancho, por supuesto. A lo alto, como no te agaches lo suficiente, te puedes pegar un buen golpe. Me pasó el otro día. No voy a nombrar la marca de mis gafas de sol por no hacer publicidad gratuita, pero todavía no puedo creer que no se rompieran. La verdad que me alarmé. Realmente más por los gritos de la gente que por el golpe en sí. ¡Menudo susto! Uno de los chicos me ayudó a sentarme y antes de preguntarme si estaba bien me cogió la cabeza “para ver si sangraba”, me explicó. ¡Menudo doble susto! Ni imaginarlo quería. Impulsivamente eché la mano a mi cráneo y me tranquilicé: estaba entero y seco como el aire que se respira estos días. Para compensar el chichón hicieron falta unos cuantos ibuprofenos, cierto es, pero bendita suerte la mía. Y benditos compañeros de viaje. Ni uno de ellos se rió de mí. La mayoría, mediante gestos, me advirtió de que tuviera cuidado la próxima vez, podía hacerme daño. Creo que les parezco demasiado alta, y eso que aquí hay de todo…

Al día siguiente un chico se sentó a mi lado. La elección de su hueco había resultado evidente, por lo que no tardó en hablarme: “Yo te pago el billete”, afirmó. “¡Muchas gracias, pero el billete me lo pago yo!”, exclamé con la mejor de mis distantes sonrisas. Se quedó muy serio, pero no se dio por vencido.

–           “¿Por qué has rechazado mi ofrecimiento?”, insistió.

–           “¿Por qué debía aceptarlo?”, contrapregunté.

–          “Porque tengo el gusto de invitarte”, respondió con seguridad.

–          “Pues entonces no se hable más, le dije, no seré yo quién te entristezca el día”. Y me metí el dinero en el bolso.1

Camille es congolés. De la República del Congo, pero no de la República Democrática del Congo (RDC), sino de Congo-Brazzaville. Es biólogo y trabaja aquí en un laboratorio privado, donde realizan análisis de sangre. Se instaló en Bamako hace unos cinco años. Su historia me pareció interesante. No suelo dar mi número cada vez que me lo piden pero, como intenté dejarle claro, quizá algún día me viniera bien contactarle para hacer un reportaje. Esa misma tarde me llamó cuatro veces, y al día siguiente lo volvió a intentar, pero no estaba atenta al teléfono y no contesté.

Por suerte han pasado varios días y, al no devolverle la llamada, no he vuelto a saber de él. Me alegra que mis prejuicios del pasado me llevaran a equivocarme ante su primera y única insistencia. No sé. Igual hasta le llame yo algún día y sea él quien no conteste. Tampoco lo sé. Lo que sí sé es que los viajeros del sotrama, aquella tarde, estuvieron la mar de entretenidos. “¡Hay qué ver cómo son estas europeas!”, me atrevo a asegurar que pensó la mayoría. “¡Hay qué ver cómo son estos malienses!”, pensé yo cuando Camille me quiso pagar el billete… Pero no, no era maliense, sino como ya he avanzado, congolés. Y, según destacó enseguida -y para mi sorpresa-, un congolés orgulloso de ser “mucho más europeo que sus vecinos de la RDC…”.

En un sotrama pueden caber entre 20 y 25 personas, sin contar los bebes que llevan las madres sujetos en la espalda y que giran hacia delante mientras se sientan. Para el cobrador, siempre hay sitio para un pasajero más. Y lo cierto es que si se trata de una sola persona, apretándonos un poco, el cobrador acaba consiguiendo su objetivo. Ahora, qué no se le ocurra meter a más de uno cuando ya no cabe un alfiler porque la gente se rebela. Y con razón. Sobre todo, los señores mayores. En este país, el respeto a la edad vale mucho más que el dinero.

Youssouf es el propietario de una furgoneta “comprada en España con papeles y todo”, por seis millones de francos CFA (unos 9.150 euros). “Estaba nueva”, asegura. Él mismo la conduce, para eso pasó un par de años trabajando en Argelia. En la construcción. Gracias a lo que ahorró en el país vecino, ahora es su propio jefe. Dos de sus familiares trabajan con él. El negocio va bien. Al día ganan unos 45.000 francos CFA (no llega a 69 euros). Un tercio se lo guarda para posibles reparaciones, para imprevistos… El otro tercio lo gasta en gasolina. Y los últimos 15.000 CFA (33 euros) los reparte a partes iguales entre los tres trabajadores.1 Él incluido. Él y su mujer, porque también matiza que de ahí le da dinero a su esposa para que compre la comida. Mi parada se acerca y no me da tiempo a preguntarle si, además de para la alimentación, su mujer recibe lo suficiente para sus cosas o si tienen hijos. Eso sí, antes de llegar a mi parada, a Youssouf sí le da tiempo a preguntarme si puede pasarse un día a verme y hablar. Y yo con mi mejor sonrisa cercana le digo que claro, qué cuándo quiera, lo que implica que ni dirección ni teléfono.

A los malienses les encanta conversar. La mayoría se sorprende de que a mí también me guste. ¡Es extraño encontrar a una europea que hable tanto!, comentan abriendo los ojos aún más que yo. (Cuando esto ocurre me guardo para mí que los europeos también se sorprenden de que yo hable tanto. No quiero matarles la ilusión de su nuevo descubrimiento…)

No obstante, el caso de Youssouf es distinto. A pesar de que está contento en Bamako, me ha confesado que se hubiera quedado más tiempo en Argelia, de no ser porque su madre le llamaba todos los días para decirle que su esposa no paraba de llorar… “¡Hay qué ver cómo son las mujeres!”, había susurrado durante el trayecto, como si de un hombre yo me tratara. Pero no, el propietario de este sotrama no me había hablado de hombre a hombre, sino de maliense tópico a europea típica. Por ese motivo, al bajar le dije adiós sin mirarle a los ojos. Espero que no los tuviera tan abiertos como la gente con la que me detengo a charlar largo y tendido.

Cuanto más conozco este país, este continente, más confirmo que los clichés existen para todos. No solo en el imaginario de los occidentales, sino en la cabeza de cualquier ser humano. Nos hayamos dado más o menos golpes… Seamos más o menos altos o despistados… Lo que no sé si podré descubrir algún día es cuánto hay de verdad en todo lo que asumimos como cierto. Ni siquiera si seré capaz de aproximarme.

 

1: Un billete del centro a mi casa cuesta 125 francos CFA (unos 19 céntimos de euro). Si no hay tráfico se recorren unos cuatro kilómetros en unos 20 minutos. El cobrador te pide el dinero bien cuando el sotrama se llena, bien cuando atravesamos el puente sobre el Níger, bien cuando se acerca la parada. Desde que he llegado a Bamako, nadie me ha intentando cobrar de más por ser tubab. Al contrario, una vez un cobrador me perdonó 25 CFA porque no tenía cambio.

2: Según los datos del Banco Mundial de 2006, más del 51% de la población maliense vive con menos de 1,25 dólares al día.

Bamako no se detiene

Son las siete de la mañana. Mi vecino me acerca a la redacción del periódico Les Echos en mi primer día de “prácticas”. No es que se haya ofrecido a hacerme el favor -qué también- sino que, como este mundo es siempre más pequeño de lo que pensamos, mi vecino trabaja en el departamento de administración del diario donde hoy comienzo a colaborar. El primero del país tras L’Essor: el oficial.

Me toca madrugar igualmente, pero menudo cambio. Si pretendes coger un mini-bus pasadas las siete: ¡olvídate! Todos van llenos y debes esperar un buen rato al borde de la carretera hasta que, por fin, te dejan subir. Para entonces, encontrarte en mitad de un embotellamiento es ya un hecho inevitable, y llegar tarde también.

Los malienses no trabajan nada. Claro qué no. Por eso, Bamako bulle desde las seis de la mañana. Cuando la oscuridad todavía oculta a su población. Es más, a las 4:00 de la madrugada el muecín ya está llamando a la oración y la capital de Malí comienza a movilizarse.

De camino al centro de la ciudad, desde el coche de mi vecino observo a muchos de los que llevan horas en pie. Contemplo a quienes me habrían quitado la plaza en cualquiera de los mini-buses verdes (sotrama) que se amontonan en fila india. La mayoría son mujeres que también me miran. Nos miran. Me asombran los motoristas que convierten los dos carriles en ocho. ¡Bamako está invadida por scooters! Las famosas Jakarta.

En el puente del Rey Fahd también se ven chicos en bicicleta que, cargados con todo tipo de artículos para vender en el mercado, pedalean a toda prisa. Es la postal que más me gusta. La de uno de los tres puentes que cuelgan sobre el río Níger. Sobre el Djoliba, como lo llaman en bambara. La de la vida del presente que no espera. La de los malienses que, como las aguas que les bañan, no se detienen. Cubra el polvo el sol naciente o amanezca despejado.

En la redacción, nadie se sorprende al verme. Algunos me conocieron ayer durante la entrevista, los menos. Mi misión: acompañar al nuevo redactor en su jakarta. Se presenta el Programa de Apoyo Conjunto de las Naciones Unidas para la Promoción de los Derechos Humanos en Malí (2012-16), en el hotel L’Amitié (un símbolo de la ciudad, que compraron los libios). Entre los conferenciantes se halla el ministro de Justicia maliense, Maharafa Traoré, y el coordinador residente del Sistema de las Naciones Unidas, Makan Kane. La Constitución maliense de 1992 reconoce y garantiza los Derechos Humanos fundamentales.

No obstante, este programa se cerró antes de la complicada situación que se vive en el Norte y hoy han optado por no hablar de los desplazados, de los refugiados… El presupuesto del nuevo plan para este año asciende a 650.000 dólares y participan, además del gobierno maliense y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la Entidad de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de las Mujeres (ONU-Mujeres), la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA). No ha habido rueda de prensa. Casi que lo celebro. Yo no debo preguntar todavía y mi compañero tampoco tenía la intención de hacerlo. En Les Echos se publican opiniones comprometedoras, pero hay lugares en los que la información que te dan es la que saldrá en el diario del día siguiente. Este era uno de ellos. Tras el café, hemos esperado a que todos se marcharan para que los reporteros recibieran “su sobre”, pero sin sobre. El espacio de esta noticia ha ascendido a 10.000 francos CFA (unos 15 euros). Todos para el periodista. Me cuentan que, dependiendo del organizador, te pagan más o menos. Lo que me extraña es que ni siquiera me extraña. En estos periódicos apenas hay publicidad y en España, en cierto modo como aquí, también quien paga manda. Quizá por ello, el último informe de Reporteros sin Fronteras haya situado a ambos países en el nivel dos del ranking de la libertad de prensa. Igual que a Estados Unidos o a Francia.

Mientras reflexiono sobre esto en el porche de mi casa, en Bamako anochece. Levanto la vista y, a través de la puerta entreabierta, veo pasar a un chico sentado en un carro, que va cargado de paja hasta arriba. El asno trota. Los niños juegan en la calle. Se divierten.

Mañana será otro día. Tal vez algo me sorprenda más que lo vivido hoy, pero tampoco creo que vaya a estar relacionado con el modo en el que los malienses se desenvuelven. En Malí, el presente no se detiene, no. En Malí, el futuro de sus hijos también les preocupa.